domingo, 19 de mayo de 2013

Una acotación al asunto de la libertad



¡Oh, la libertad! Ese asunto tan discutido y quizá tan poco entendido.  He notado que vivimos en un mundo donde muchas personas sufren su día a día por no sentirse independientes y libres. ¿Independientes de qué? De las circunstancias, de los otros por supuesto. Bien, creo que su problema radica en que tienen un concepto equivocado de la libertad. La libertad individual encuentra sus límites allí donde se topa con las restricciones del mundo físico y las impuestas por otros.

            Todas las cosas humanas suceden en algún contexto histórico específico, y todas tenemos que aprender a adaptarnos a las mareas del tiempo si deseamos sobrevivirlo. Pero esta adaptación, además de ser necesaria, es condicionada; porque las opciones para adaptarse con éxito no son infinitas. A causas similares corresponden efectos similares, y un orden social no presenta posibilidades estructurales ilimitadas.

           En este mundo, tu libertad, la mía, la libertad del individuo en geneal es de esta cualidad limitada. El mundo no se amolda a nuestra voluntad. Así, la persona más libre, y sé que esto es paradójico, es aquella que entiende mejor los límites que la estructura impone sobre ella y actúa conforme a estos. Una persona no puede construir nada sin fundamentar sus acciones, consciente o inconscientemente, en el ir y venir de la geografía, de las civilizaciones, de la sociedad, de la economía, de la política y de los otros individuos.

          Los que no entienden cuáles son los límites que se postran sobre su persona están condenados al fracaso. Ni siquiera los reyes aguantan el gigantesco peso de las circunstancias; por eso Carlos V se condenó cuando desperdició sus fuerzas físicas y su capital político en la pugna por lograr que Felipe, su hijo, heredara el trono del Sacro Imperio Romano Germánico de Occidente. Resulta imposible ver cómo pudo haber ganado

Circunstancias: 1 - Magnánimos Soberanos: 0
           
           Caso contrario sucedió con Felipe II, el Rey Prudente, quien, conociendo cuales eran los límites de su mismo poder, ante la inseguridad de los caminos europeos, ordenó, en pleno entendimiento de las circunstancias, que toda su correspondencia fuera transportada por las vías terrestres más seguras, sin importar que fuesen las más lentas. Lo ideal hubiese sido maximizar velocidad y seguridad, pero Felipe entendió que esto no era posible, y se vio forzado a optar por una. 
    
           Estos límites no sólo se imponen sobre los individuos, sean campesinos o reyes de la mitad del globo. Incluso los mayores imperios, esos enormes aparatos estatales, sufren su yugo. Ningún estado es omnipotente. Siempre están compuestos de personas y, no importa que tan lejos o cerca aspiren a llegar, si no cuentan con un número suficiente de ellas que estén capacitadas, no podrán realizar sus proyectos; por más que sean posibles para la época. Por eso Venecia no podía, en el siglo XVI, tener una armada del calibre de La Armada Invencible. Aunque contara con los recursos, carecía del material humano. 

            Además, los estados necesitan ganarse el apoyo de las personas de alguna manera. Si no se convence a la población de que es mejor obedecerlas, las leyes siempre pueden ser rotas. Por eso las constantes luchas de los gobiernos contra el hurto, el comercio ilegal, las conspiraciones, etc. Y como si no fuera ya suficiente tener que lidiar con su propia gente, y con las civilizaciones a las que estas pertenecen, los estados están obligados a existir en el mundo con otros estados.

            Sé lo que dicen, somos las personas las que hacemos nuestra historia y por lo tanto el futuro está en nuestras manos. Esto es cierto, pero la ecuación no es tan sencilla. Para usar la metáfora de Sartre, el ser humano crea sus propias cadenas, pero no puede elegir no tenerlas. Idea que resumió en su famosa frase: “Está condenado a ser libre”. En efecto, parece ser que la humanidad tropieza sin cesar con sus múltiples pies. Y que no puede caminar de otro modo.  Toda solución (Y habría que preguntar qué se entiende por solución) trae nuevos problemas, aviva viejos rencores y crea nuevos intereses. El capitalismo abolió la servidumbre y la esclavitud, pero genero nuevas condiciones de explotación; espero que más para bien que para mal. Así, también, el comunismo soviético eliminó el imperio del capital, pero trajo consigo el socavamiento del individuo. Tal vez, al final, todo sea cuestión de elegir entre males distintos, de acuerdo con el lado hacia dónde se incline nuestro corazón.

           No olvidemos que vivimos en un mundo gobernado por leyes naturales y que somos, antes que nada, seres biológicos. Animales que se creen racionales, que constantemente nos negamos a aceptar que no somos del todo dueños de nuestros sentimientos. Es un mundo, además, que compartimos con otras siete mil millones de personas que tienen, en potencia, tanta libertad como nosotros. Es evidente que uno no puede ser muy libre en un mundo así. 
    
             ¿Quiero decir con esto que no somos libres? ¡Claro qué no! Por supuesto, es un asunto muy complicado. Constantemente estamos tomando decisiones, y elegir entre dos o más opciones es reflejo de nuestra libertad en algún sentido. De lo que no somos dueños es de elegir las consecuencias de esas decisiones. Soy libre de subir esta entrada a internet, pero no soy libre de decidir lo que la gente que lo encuentre hará con ella. Ser libre no se trata poder hacer lo que uno quiere, sino saber aprovechar lo que uno tiene. Sonreír con lo que se posee. Saber lo que uno puede hacer, conocer lo mejor posible las consecuencias de cada acto, decidir dentro de las posibilidades y asumir las responsabilidades. 

          Nacemos en un contexto social que ofrece posibilidades limitadas; en un mundo que debemos compartir con otras personas que piensan, sienten y se preocupan por cosas distintas que nosotros; en un universo donde las rocas son como son y no como deseamos que sean. Lo que nos queda es aprender cuales son nuestros límites, a comprender que las demás personas son -en potencia- libres en la misma medida que nosotros, a elegir actuar de forma congruente con nuestras posibilidades, a asumir las responsabilidades, a amar a aquellos con los que compartimos la vida, a disfrutar lo que nos ha tocado vivir y a sorprendernos con las maravillas del universo y los misterios de la existencia. 

viernes, 5 de abril de 2013

Sobre el tiempo, o aquello que se queda y aquello que se va.


El tiempo es una cosa de lo más rara ¡Ni siquiera me siento cómodo diciendo que es una cosa! Algunos dicen que existe y otros que no lo hace; y yo no soy nadie para hablar sobre la existencia o no de las cosas. Pero aun a pesar de eso, en esta entrada quiero platicarles, de manera somera, sobre las ideas de Braudel acerca del tiempo histórico. Un tiempo que resulta fantástico en cuanto es múltiple y a la vez unidad, rápido y a la vez lento. En fin, quiero compartir con ustedes su manera de entender el tiempo porque me recuerda mucho al tiempo al que estoy acostumbrado.   

Como ya dije,  para Braudel el tiempo histórico es a la vez uno, pero producto de la confluencia de varias temporalidades en un periodo determinado. Estos tiempos se solapan unos a otros, conviven y se afectan mutuamente en los distintos procesos históricos. La idea básica es que en todo proceso existen fenómenos de conjuntura y permanencia, de cambio y de estática, que al interactuar dictan las normas de su propio desarrollo futuro. En su forma más básica, las velocidades del tiempo se pueden dividir en tres:

             La Larga Duración es el tiempo cuya transformación es materia de milenios, o, en el mejor de los casos, de unos cuantos siglos. Su cambio es tan lento que, debido a lo corta que es la vida humana, puede llegar a parecernos inexistente. Sin embargo, a pesar de esta lentitud extrema, el cambio está presente. Es el tiempo de la vida humana en vínculo estrecho con la geografía y el ambiente; el tiempo, también, de las tradiciones culturales más arraigadas y de las estructuras sociales; en fin, de lo muy lento, de lo que parece siempre permanecer.

            Por otro lado, se halla el tiempo événemientiellé -mejor conocido por su pseudónimo malvado: el tiempo de los eventos- en él se desarrollan los acontecimientos de la historia del día a día, aquella a la que nos hemos acostumbrado desde pequeños. Es la que estudiamos en la primaria, la secundaria y la preparatoria; sobre la que se hacen documentales, películas, novelas y la mayoría de los libros de historia, tanto científicos como de divulgación. En este tiempo entrenamos a nuestros pokemones, comemos pizza, jugamos fútbol, leemos libros y hacemos todas esas cosas que comúnmente entendemos bajo el concepto abstracto, y en muchos sentidos desconocido, de “vivir”. 

            El evento es el componente efímero de la historia. Lo que se pierde, lo que desaparece como súper villano al lanzar una bomba de humo al suelo. Es el aspecto de la historia humana más cercano a nuestra vida, probablemente por ser el más fugaz. Por estas razones la historia de los eventos “es la más emocionante de todas, la más rica en intereses humanos, y también la más peligrosa”. La más peligrosa, en efecto, porque sus pasiones aun arden, y lo hacen cerca del pastizal de la vida.

            Finalmente, aplastada entre la larga duración y los eventos, encontramos a la Media Duración como el gradiente de difusión entre ambas. Es la temporalidad que combina lo permanente y lo efímero de la historia. Es el engrudo pegajoso y desagradable que permite, de alguna forma que yo no logro comprender aun, que tanto lo inmutable como lo eternamente cambiante puedan coexistir al mismo tiempo y en un mismo fenómeno ¡y aun logrando qué todo parezca tener sentido! Es un tiempo increíble.

            Podemos entender mejor estos tiempos si pensamos en las distintas secuelas de 007 - ¡Oh! las hermosas distintas secuelas de 007 - en cierta manera siempre son diferentes unas de otras, siempre hay distintos villanos, explosiones, coches, pistolas, súper relojes de pulsera que lanzan rayos laser; pero al mismo tiempo, siempre hay las mismas explosiones, coches, pistolas, súper relojes de pulsera que lanzan rayos laser, villanos y, por supuesto, el señor Bond.

No obstante, como en toda teoría y en toda explicación de la verdad, debemos recordar que nuestros modelos, en el mejor de los casos, corresponden en algún sentido a la realidad; lo cual es distinto a decir que son la realidad.  En el fondo, esta triple división del tiempo histórico es artificial ¡Una invención! El tiempo y la historia son una sola cosa, toda división es ya una simplificación.  ¡Y a la vez, reducir la complejidad de tiempos y ritmos históricos a solo 3 o 4 es también una simplificación! Como nos advierte Braudel, “lo peor de todo es que no existen solamente dos o tres medidas de tiempo, son docenas, cada una atada a una historia particular”. ¡Vaya! Hemos topado aquí con unos de esos caminos ecuatoriales que llevan al mismo destino pese a estirarse en direcciones opuestas. 

Tal vez lo mejor que podemos aprender de esta manera de ver el tiempo no es que este es bonito y que se divide en tres o más velocidades que conviven; o que en todo paso de un momento a otro hay cosas que permanecen y otras que cambian -los cuales por sí mismos ya son buenos aprendizajes-. Pudiera ser que la mejor lección que podemos sacar es   que vale la pena reflexionar sobre el valor de esta teoría, y de toda teoría, y alimentar la sospecha de que siempre hay que desconfiar de la excesiva simplicidad de nuestras explicaciones, por muy útiles que estas sean para comprender una realidad tan compleja que no podemos aspirar a rasguñar de ninguna otra forma.

Recomiendo para leer:
-Braudel, Fernand, El mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II.
-Braudel, Fernand, Las ambiciones de la historia.

martes, 19 de febrero de 2013

La angustia de morir, tres filósofos, dos canciones y un sujeto gracioso.


Existir es… raro. Es decir, ¿cómo podríamos no existir? nuestra vida es lo que se extiende entre nuestro nacimiento y nuestra muerte. Está en gran medida determinada por lo que nos antecedió [las experiencias de nuestros padres, la historia, nuestro pasado biológico, el pasado del universo y por supuesto, si nacieron después de 1883, la primera trilogía de Star Wars]; y sin embargo nuestra existencia  tiene una mínima o ninguna influencia sobre lo que vendrá cuando se haya acabado. Desaparecemos sin dejar huella alguna. Sobre el tema, System of a Down dice en una de sus canciones: “Time feels like a midnight ride, finality waits outside”. ¡No podría expresar mejor este sabor amargo y a la vez dulcezón que deja la vida en la boca! Como el de una mota de polvo aplastada entre dos eternidades.

      Muchos intentamos negar el hecho de que somos efímeros perdiéndonos en sueños de inmortalidad. Pero siempre que pienso en la inmortalidad acaba pareciéndome una idea, digamos, muy poco pragmática. Es claro que no soy el mismo ahora que aquel niño de 10 años que jugaba a ser un gato miembro del comando espacial con sus amigos de la primaria; y definitivamente no seré el mismo cuando tenga 80 años [si es que no dejo de existir antes]. Entonces ¿Qué podría tener yo en común con “migo mismo” dentro de mil años? ¿Y dentro de cien mil? ¿Y dentro de mil millones? Para colmo ¡mil millones de años ni siquiera es mucho tiempo! Es decir, hasta donde sabemos, el universo tiene 13. Si vivo durante un tiempo infinito ¿Seré yo realmente el que los viva? Además ¿Qué lugar ocupa la memoria en todo esto?

      Es evidente que si vivo una infinidad de tiempo necesitaré de una infinidad de tiempo para recordar todo lo que he hecho. Así que casi todo lo olvidaré o simplemente no tendré tiempo de recordarlo ¿Y cuál es la diferencia entre no recordar y olvidar? La desconozco. Cabe agregar que la memoria, entre muchas otras cosas, es aquello que brinda cohesión a nuestras experiencias pasadas y presentes. Sin una memoria que cohesione nuestros pasados y presentes interminables ¿Qué conectará a personas tan distintas que vivieron en tiempos tan apartados [como seremos yo y aquel otro yo del futuro eterno]? ¡No lo se! Por esas razones, dudo mucho que tenga sentido depositar nuestras esperanzas de no morir en los anhelos de una vida eterna.

      Algunos se consuelan diciendo que sobrevivirán “en los corazones de sus seres queridos” o que “serán recordados por la historia”. Pero si reflexionamos un rato, estos consuelos solo son formas de autoengaño: después de unas cuatro o cinco generaciones, tendremos suerte si nuestros descendientes son capaces de correlacionar nuestro nombre con la rama 256 del árbol familiar; con respecto al otro punto, haciendo a un lado lo complicado que es definir a la historia y lo que ésta recuerda, es evidente que hasta las más prominentes personas serán olvidadas algún día ¿Quién hablará de Platón dentro de un millón de años? ¿Quién recordará a Einstein en cien mil millones? Una historia humana de un millón de años es demasiado como para que mi cabeza pueda siquiera imaginarla. Además, en última instancia, también la humanidad dejará de existir algún día.

      En efecto, llegará un día en el nunca más volverá a haber una pareja de humanos enamorados, nunca más una guerra entre personas, ni más actos de caridad humanos; un día en el que dejarán de haber jóvenes curiosas y ancianos sabios, políticos corruptos y muchedumbres enardecidas. Llegará el día en que caiga el último monumento humano, en el que no quede en todo el universo prueba que rinda cuenta de que alguna vez existió aquí una humanidad.

      La idea de que dejaremos de existir algún día (y de que este es cercano) nos angustia. Tratamos de negarla, pero no logramos ignorarla. Ya muchos filósofos se han dado cuenta de lo infructuoso que es luchar contra la realidad, contra el hecho de que moriremos. Cómo buenos sabios, o locos (frecuentemente unos se confunden con los otros), han descubierto que suele ser mejor aceptar que se vive en un laberinto y empezar a hacer planos de éste, que intentar derribar sus robustas paredes. Por eso Kierkegaard grito a los cuatro vientos que “la angustia es la solución”, y algunos otros como Heidegger y Sartre señalaron que solo podemos vivir plenamente si aceptamos que, eventualmente, moriremos. Y es que hay muchas, muchísimas cosas en la vida [casi todas, de hecho] que no dependen en lo absoluto de nuestros anhelos y gustos, el que moriremos algún día es un muy claro ejemplo. Solo para aclarar, ninguno de los tres filósofos mencionados se equivocó al predecir que terminaría siendo alimento de gusanos.  


      Yo suelo decir que la única manera de aceptarse a uno mismo es repetirse (y creerse) las palabras “moriré y me olvidarán” [cabría preguntarse qué significa "ser olvidado" cuando no queda nadie que pueda recordarnos… ¡Oh bueno! No nos distraigamos]. Alguien en Sum41 entendió perfectamente esta idea cuando escribió "No much longer I'll be death so just foget me!" ¡Solo alguien que ha aceptado su propia efimeridad puede hacer una súplica de tal gravedad!


      ¿Dónde cabe la vida en medio de tanta muerte? ¡Oh, rayos! ¿Por qué insistimos en hacer preguntas tan complicadas? Evidentemente sin el concepto de vida el de muerte no tiene mucho sentido y viceversa, pero ¿Qué es la vida exactamente? ¿En qué momento "lo muerto" deja de ser "lo muerto" y entra al reino de "lo vivo"? ¿Un virus está vivo o muerto [tal vez lo correcto sería preguntar si está más vivo o más muerto]? ¡Quién sabe! Desconozco las respuestas; y, como en muchos otros casos, desconfió de aquellos que aclaman tenerlas. 

      Lo que sí puedo decirles con aceptable seguridad es que disfruto estar vivo (y supongo que comparto el mismo sentimiento con la mayoría de las personas). Fry (el protagonista de Futurama) dijo alguna vez “vivir es lo único que hago". ¡Yo también! Y como vivir es morir en cada momento; entonces: “¡Morir es lo único que hago!”